sábado, 28 de septiembre de 2013

Pueblo Enfermo, Grave






Pueblo Enfermo, grave.





- Sexo, droga y religión-
Dios y otras supersticiones medievales como explicación de la miseria y el retraso en el tercer mundo, o ¿Por qué nos encerramos en jaulas los unos a los otros?
















Para mi mami, que me enseñó a rezar cada noche,
mi padre que me acompañó [gracias a la moderna inquisición] en la cárcel de San Pedro,
y mi abuelita, que pijchaba coca y también me instruyó en religión.


Que entienda su Majestad Católica –dice Lesama en su testamento-, que los dichos Incas los tenían gobernados de tal manera (a los indios) que en todos ellos no había ni un ladrón ni hombre vicioso, ni holgazán, ni una mujer adúltera ni mala: ni se permitía entre ellos ni gente de mal vivir en lo moral; que los hombres tenían sus ocupaciones honestas y provechosas”. “Que como en estos (en los incas) hallamos la fuerza y el mando, y la resistencia para poderlos sujetar y oprimir al servicio de Dios nuestro Señor y quitarles su tierra y ponerlos debajo de la real corona, fue necesario quitarles totalmente el poder y mando, y los bienes, como se los quitamos a fuerza de armas; y que mediante haberlo permitido Dios nuestro Señor nos fue posible sujetar este reino de tanta multitud de gente y riqueza; y de señores los hicimos siervos tan sujetos, como se ve y que entienda Su majestad que el intento que me mueve a hacer esta relación es por descargo de mi conciencia, y por hallarme culpado en ello, pues habemos destruido con nuestro mal ejemplo gente de tanto gobierno como eron estos naturales y, tan quitados de cometer delitos ni excesos así hombres como mujeres, tanto que el indio que tenía cien mil pesos de oro y plata en su casa y otros indios, dejaba abierta y puesta una escoba o un palo pequeño atravesado en la puerta para señal de que no estaba allí su dueño, y con esto según su costumbre no podía entrar nadie adentro, ni tomar cosa de las que allí había, y cuando ellos vieron que poníamos puertas y llaves en nuestras casas entendieron que era de miedo de ellos, porque no nos matasen; pero no porque creyesen que ninguno tomase, ni hurtase a otro su hacienda y así cuando vieron que había entre nosotros ladrones, y hombres que incitaban al pecado a sus mujeres e hijas nos tuvieron en poco, y han venido a tal rotura en ofensa de Dios estos naturales por el mal ejemplo que les hemos dado en todo, que aquél extremo de no hacer cosa mala, se ha convertido en que hoy ninguna o pocas hacen buenas.
[…] Es supersticioso y crédulo (el indio): lo que sus yatiris (adivinos) predicen, ha de suceder fatal e irremisiblemente. No sabe determinar de manera lógica su respeto y sumisión a los hombres superiores o a las divinidades. Su concepción del Dios cristiano es en absoluto fetichista y no deja de adorar ciertas fuerzas inconscientes que juzga todopoderosas sin escapar a una especie de fatalismo desconsolador, el cual emana, más que de la esencia de sus primitivas creencias, de ese Dios lo quiere de sacerdotes poco escrupulosos y diestros en domeñar la raza y conseguir así beneficios personales…
No es esto todo: cuando el comunario, después de tantas fatigas del día, se ha entregado al sueño, envuelto en su grueso andrajo (kamiri), reposando su cabeza en un adobe deforme, le abren su puerta los comisionados del hijo de Dios o Santiago (indígena hechicero impostor), y le imponen el precepto de pagar el tributo para los gastos del tata Santiago, el que vive entregándose al ocio y los placeres, además le piden una hija joven para el uso de Santiago, porque esa noche debe ocuparse de las evocaciones, sortilegios a fin de que Dios les mande abundancia y salud ¿En que invierte el indio sus reducidos productos? ¿Quiénes se distribuyen esa miserable suma reunida a base cruentos sacrificios y privaciones? La partija se verifica en este orden: El Tesoro público, por la contribución; el cura, por el alferezado, entierro o bautismo; a la bodega, por el aguardiente que bebe en estúpida corrupción, y en otras ramas forzadas
El dominio del cura sobre el indígena es incontestable y fatal. Su voluntad es respetada y obedecida sin restricción de ninguna clase. No se concibe en el indio desconocimiento hacia el poder del cura. Este, a los ojos del indio, representa a Dios sobre la tierra, es su enviado y, por consiguiente, lo que él quiere, es grato a los ojos de la divinidad. Le sirve, pues, y le obedece con cariño, sumisión y obediencia. Pero los curas en Bolivia, casi en su generalidad, no se dan perfecta cuenta de su misión. Para emprender la carrera eclesiástica, no sintieron vocación alguna. La tomaron como un medio para enriquecerse; y cuando se es profesional en vista de fines eminentemente lucrativos, no se repara en cuestiones más o menos ligadas al sentimiento ni a la razón, y de ahí que, echando en olvido su apostolado, sólo se preocupan en satisfacer su angurria incolmable, sin hacer gran aprecio del grado de afectividad que debe ligarlos a sus feligreses. Así, por lo menos lo asegura Rigoberto Paredes:
“Por desgracia con raras excepciones, el párroco en los cantones es el más disoluto, avaro, vicioso e incapaz de infundir respeto; recibe estipendios por misas que no celebra, al menos cuando y donde debe celebrarlas, o satisface con una sola misa a muchos individuos que le han pagado por varias, presta dinero a intereses y amasa así grandes fortunas.
“Se complotan con el corregidor para imponer al indio a que pase fiestas por turno, penándolo con multas y maltratamientos si no lo hace. Cuando nota que es rico le cobra derechos dobles, por cualquier ceremonia religiosa (…) Multitud de acusaciones hechas contra los párrocos quedan sin efecto, escudados por el fuero, que los favorece, y los delincuentes siguen a cargo de sus parroquias, ostentado su impunidad sin ser molestados. ¡Que de crímenes se les imputa!...
“A un párroco se le acusa de homicida y sigue de párroco; a otro, de violaciones y estupros; otro de usurero desalmado; a otros, de embriaguez habitual, incontinencia, robos, etc.”.
Y más lejos , al hablar de las fiestas religiosas celebradas a instancias del cura y los escándalos promovidos en ellas, advierte que los indios llegan a las más completa crápula, al abuso sexual más repugnante; pero que todo eso importa poco al cura quien ‘descarga su responsabilidad en las autoridades, y eso le basta para acallar los remordimientos de su conciencia, si los tiene; lo que le interesa es que el encargado de pasar la fiesta, o alférez le abone sus derechos y cumpla con las obligaciones anexas al cargo, que son: conseguirle vehículos de locomoción para trasladarlo y transportar sus cosas; proporcionarle gratuitamente los víveres necesarios, tales como papas, chuño, manteca, huevos, corderos, etc., etc., etc., en cantidad suficiente para surtir su despensa. Estos presentes son conocidos con el nombre de rico chico y llegan a acumularse de las diferentes capillas que recorre durante el año, en una porción que no sólo abastece la subsistencia del cura y su familia, sino que alcanza para vender el excedente en precios subidos a los mismos indígenas que con sacrificios lo han proporcionado’
[…] Las masas, enteramente devotas, no consienten ni aceptan ninguna creencia fuera de la suya: adoran sus dogmas con enérgico apasionamiento, y les parece que consintiendo la exteriorización de otros ofenderían gravemente a la divinidad. Son fáciles de exaltarse enfrente de los disidentes y los indiferentes. Aún las elevadas clases sociales son intolerantes. La primera virtud allá es ser creyente incondicional y fiel cumplidor de las prácticas religiosas; y esto, común en todos los pueblos de Bolivia, en C… es más violento y más cerrado. A nadie se permite la irreverencia y menos la irreligión, tomando esta palabra no en el hermoso sentido de Guyau. El dogma, no acepta discusión alguna: hay que creer y profesar, única manera de valer y tener alguna representación. De lo contrario, expónese uno a sufrir vejámenes de las clases bajas siempre irritables, cuando de sus creencias se trata. Esta manera de concebir y practicar la religión se puso en evidencia hace algunos lustros. En noviembre de 1906 encendióse una hoguera en una plaza de la capital, para consumar un auto de fe con un protestante que se había atrevido a pregonar sus doctrinas en una casa particular y no siquiera en reunión pública, siendo de advertir que los materiales para alimentar la hoguera fueron los libros santos y los muebles del evangelista. Tuvo que intervenir la tropa para evitar la consumación del auto inquisitorial, aunque sin poder evitar que fuesen cruelmente lapidados los impíos.


Alcides Arguedas, Pueblo Enfermo (1909)



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