Pueblo
Enfermo, grave.
- Sexo,
droga y religión-
Dios y otras
supersticiones medievales como explicación de la miseria y el retraso en el
tercer mundo, o ¿Por qué nos encerramos en jaulas los unos a los otros?
Para
mi mami, que me enseñó a rezar cada noche,
mi
padre que me acompañó [gracias a la moderna inquisición] en la cárcel de San
Pedro,
y
mi abuelita, que pijchaba coca y
también me instruyó en religión.
Que entienda su Majestad Católica –dice
Lesama en su testamento-, que los dichos Incas los tenían gobernados de tal
manera (a los indios) que en todos
ellos no había ni un ladrón ni hombre vicioso, ni holgazán, ni una mujer
adúltera ni mala: ni se permitía entre ellos ni gente de mal vivir en lo moral;
que los hombres tenían sus ocupaciones honestas y provechosas”. “Que como en
estos (en los incas) hallamos la
fuerza y el mando, y la resistencia para poderlos sujetar y oprimir al servicio
de Dios nuestro Señor y quitarles su tierra y ponerlos debajo de la real
corona, fue necesario quitarles totalmente el poder y mando, y los bienes, como
se los quitamos a fuerza de armas; y que mediante haberlo permitido Dios
nuestro Señor nos fue posible sujetar este reino de tanta multitud de gente y
riqueza; y de señores los hicimos siervos tan sujetos, como se ve y que
entienda Su majestad que el intento que me mueve a hacer esta relación es por
descargo de mi conciencia, y por hallarme culpado en ello, pues habemos destruido con nuestro mal
ejemplo gente de tanto gobierno como eron
estos naturales y, tan quitados de cometer delitos ni excesos así hombres como
mujeres, tanto que el indio que tenía cien mil pesos de oro y plata en su casa
y otros indios, dejaba abierta y puesta una escoba o un palo pequeño atravesado
en la puerta para señal de que no estaba allí su dueño, y con esto según su
costumbre no podía entrar nadie adentro, ni tomar cosa de las que allí había, y
cuando ellos vieron que poníamos puertas y llaves en nuestras casas entendieron
que era de miedo de ellos, porque no nos matasen; pero no porque creyesen que
ninguno tomase, ni hurtase a otro su hacienda y así cuando vieron que había
entre nosotros ladrones, y hombres que incitaban al pecado a sus mujeres e hijas
nos tuvieron en poco, y han venido a tal rotura en ofensa de Dios estos
naturales por el mal ejemplo que les hemos dado en todo, que aquél extremo de
no hacer cosa mala, se ha convertido en que hoy ninguna o pocas hacen buenas.
[…] Es supersticioso y crédulo (el indio): lo que sus yatiris (adivinos) predicen, ha de
suceder fatal e irremisiblemente. No sabe determinar de manera lógica su
respeto y sumisión a los hombres superiores o a las divinidades. Su concepción
del Dios cristiano es en absoluto fetichista y no deja de adorar ciertas fuerzas
inconscientes que juzga todopoderosas sin escapar a una especie de fatalismo
desconsolador, el cual emana, más que de la esencia de sus primitivas
creencias, de ese Dios lo quiere de
sacerdotes poco escrupulosos y diestros en domeñar la raza y conseguir así
beneficios personales…
No es esto todo: cuando el comunario, después
de tantas fatigas del día, se ha entregado al sueño, envuelto en su grueso
andrajo (kamiri), reposando su
cabeza en un adobe deforme, le abren su puerta los comisionados del hijo de Dios o Santiago (indígena
hechicero impostor), y le imponen el precepto de pagar el tributo para los
gastos del tata Santiago, el que
vive entregándose al ocio y los placeres, además le piden una hija joven para
el uso de Santiago, porque esa noche debe ocuparse de las evocaciones,
sortilegios a fin de que Dios les mande abundancia y salud ¿En que invierte el
indio sus reducidos productos? ¿Quiénes se distribuyen esa miserable suma
reunida a base cruentos sacrificios y privaciones? La partija se verifica en
este orden: El Tesoro público, por la contribución; el cura, por el alferezado,
entierro o bautismo; a la bodega, por el aguardiente que bebe en estúpida
corrupción, y en otras ramas forzadas
El dominio del cura sobre el indígena es
incontestable y fatal. Su voluntad es respetada y obedecida sin restricción de
ninguna clase. No se concibe en el indio desconocimiento hacia el poder del
cura. Este, a los ojos del indio, representa a Dios sobre la tierra, es su
enviado y, por consiguiente, lo que él quiere, es grato a los ojos de la
divinidad. Le sirve, pues, y le obedece con cariño, sumisión y obediencia. Pero
los curas en Bolivia, casi en su generalidad, no se dan perfecta cuenta de su
misión. Para emprender la carrera eclesiástica, no sintieron vocación alguna.
La tomaron como un medio para enriquecerse; y cuando se es profesional en vista
de fines eminentemente lucrativos, no se repara en cuestiones más o menos
ligadas al sentimiento ni a la razón, y de ahí que, echando en olvido su
apostolado, sólo se preocupan en satisfacer su angurria incolmable, sin hacer
gran aprecio del grado de afectividad que debe ligarlos a sus feligreses. Así,
por lo menos lo asegura Rigoberto Paredes:
“Por desgracia con raras excepciones, el
párroco en los cantones es el más disoluto, avaro, vicioso e incapaz de
infundir respeto; recibe estipendios por misas que no celebra, al menos cuando
y donde debe celebrarlas, o satisface con una sola misa a muchos individuos que
le han pagado por varias, presta dinero a intereses y amasa así grandes fortunas.
“Se complotan con el corregidor para imponer
al indio a que pase fiestas por turno, penándolo con multas y maltratamientos
si no lo hace. Cuando nota que es rico le cobra derechos dobles, por cualquier
ceremonia religiosa (…) Multitud de acusaciones hechas contra los párrocos
quedan sin efecto, escudados por el fuero,
que los favorece, y los delincuentes siguen a cargo de sus parroquias,
ostentado su impunidad sin ser molestados. ¡Que de crímenes se les imputa!...
“A un párroco se le acusa de homicida y sigue
de párroco; a otro, de violaciones y estupros; otro de usurero desalmado; a
otros, de embriaguez habitual, incontinencia, robos, etc.”.
Y más lejos , al hablar de las fiestas
religiosas celebradas a instancias del cura y los escándalos promovidos en
ellas, advierte que los indios llegan a las más completa crápula, al abuso
sexual más repugnante; pero que todo eso importa poco al cura quien ‘descarga
su responsabilidad en las autoridades, y eso le basta para acallar los
remordimientos de su conciencia, si los tiene; lo que le interesa es que el
encargado de pasar la fiesta, o alférez le
abone sus derechos y cumpla con las obligaciones anexas al cargo, que son:
conseguirle vehículos de locomoción para trasladarlo y transportar sus cosas;
proporcionarle gratuitamente los víveres necesarios, tales como papas, chuño,
manteca, huevos, corderos, etc., etc., etc., en cantidad suficiente para surtir
su despensa. Estos presentes son conocidos con el nombre de rico chico y llegan a acumularse de las
diferentes capillas que recorre durante el año, en una porción que no sólo
abastece la subsistencia del cura y su familia, sino que alcanza para vender el
excedente en precios subidos a los mismos indígenas que con sacrificios lo han
proporcionado’
[…] Las masas, enteramente devotas, no
consienten ni aceptan ninguna creencia fuera de la suya: adoran sus dogmas con
enérgico apasionamiento, y les parece que consintiendo la exteriorización de
otros ofenderían gravemente a la divinidad. Son fáciles de exaltarse enfrente
de los disidentes y los indiferentes. Aún las elevadas clases sociales son
intolerantes. La primera virtud allá es ser creyente incondicional y fiel
cumplidor de las prácticas religiosas; y esto, común en todos los pueblos de
Bolivia, en C… es más violento y más cerrado. A nadie se permite la irreverencia
y menos la irreligión, tomando esta palabra no en el hermoso sentido de Guyau.
El dogma, no acepta discusión alguna: hay que creer y profesar, única manera de
valer y tener alguna representación. De lo contrario, expónese uno a sufrir
vejámenes de las clases bajas siempre irritables, cuando de sus creencias se
trata. Esta manera de concebir y practicar la religión se puso en evidencia
hace algunos lustros. En noviembre de 1906 encendióse una hoguera en una plaza
de la capital, para consumar un auto de fe con un protestante que se había
atrevido a pregonar sus doctrinas en una casa
particular y no siquiera en reunión pública, siendo de advertir que los
materiales para alimentar la hoguera fueron los libros santos y los muebles del
evangelista. Tuvo que intervenir la tropa para evitar la consumación del auto
inquisitorial, aunque sin poder evitar que fuesen cruelmente lapidados los
impíos.
Alcides
Arguedas, Pueblo Enfermo (1909)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario